¿Sabías qué?
Don Jorge Millas Jiménez (1917-1982), fue un escritor, poeta y filósofo chileno que muchas personas lo estiman como uno de los grandes maestros de la humanidad.
En esta oportunidad, te invito a leer y reflexionar parte de un discurso de recepción que dirigió a los nuevos estudiantes de la Universidad de Chile en el Teatro Municipal de Santiago, el 4 de abril del año 1962. [1]
“Lo importante es tomar el término entendimiento de raíz, pues él lo dice todo.
El entenderse implica, por lo pronto, el acto primordial de la humanidad del hombre, que es reconocer al prójimo, es decir al hombre mismo. Comienza, en efecto, nuestro entendernos, con la experiencia de ver al otro allí, frente a nosotros, no como una cosa simplemente, no como incidente de nuestro paisaje vital, sino como hombre a una con nosotros en la experiencia común de la existencia. Es un acto a la par metafísico y ético el de este reconocimiento: metafísico, porque mediante él constituimos esa realidad tan singular que es la del ser compartido, propio del hombre; ético, porque hacemos el acto primero de la justicia, si la justicia consiste en dar a cada cual los suyo, según lo proclamaron los romanos: damos, en efecto, al prójimo lo más suyo, reconociéndolo como existente humano.
Pero este reconocimiento tiene en la experiencia de entenderse un carácter específico. No es sólo – y casi no lo es – el reconocimiento de la entidad corporal del prójimo, ni tan siquiera – aunque lo es también – el de su realidad psicológica. Es, mucho más que eso, la percepción de la identidad espiritual. Y no nos pongamos falsamente en guardia frente a un término abusado, pero susceptible de emplearse con muchísimo rigor. Porque, en efecto, identidad espiritual es la realidad tangible del prójimo como percipiente de sí mismo, en primer lugar, como sujeto de actos libres, en seguida, como centro de interés y valor, en tercer término, y, en fin, como ser pensante, capaz de discernir y valorar.
En definitiva, pues, el entendimiento de que aquí hablamos es, ante todo, el reconocimiento del hombre como ser espiritual en ese preciso sentido, el reconocimiento, en buenas cuentas, del prójimo como persona. Pero no es sólo eso, aunque lo demás viene dado con ello. Porque es también un modo peculiar de trato con el ente humano así reconocido, que implica realmente dos cosas: el de la relación moral y el de la relación racional. Gracias a la primera, tratamos al prójimo como un fin en sí, como centro de dignidad y de interés, distinguiéndolo preferencialmente de las meras cosas, que no son jamás fines en sí, sino instrumentos de nuestros fines. Y gracias a la segunda establecemos con el prójimo un vínculo sui generis, propio de los entes humanos: el de la relación dialogante, el de la comunicación en sentido estricto. El diálogo (nombre, hoy, por desgracia pervertido) supone el empleo de nuestra capacidad racional de concebir, juzgar, prever, en una palabra, de construir el conocimiento, en una empresa común con el prójimo.
De cuantos vínculos podemos establecer los seres humanos, este es el más característico del hombre y el que, en definitiva, constituye la raíz de la vida espiritual, tal como ella se hace patente en la cultura. Su riqueza de posibilidades y la hondura de su fundamento se revelan en las condiciones de su realidad. El diálogo racional supone, en efecto, una concordancia realmente creadora de los interlocutores en tres importantes respectos: ‘primero en que ambos se encuentran como individuos en una situación imperfecta, por ejemplo, en perplejidad ante un problema; segundo, en que el interlocutor puede ayudarnos a mejorar esta situación; en que tiene, por consiguiente, un valor, por su función en la superación del estado de precariedad con que todo auténtico diálogo se inicia; tercero, en que hay una meta común, de conocimientos o de solidaridad, una nueva situación a la cual tendemos y que trasciende la subjetividad de los puntos de partida’.”[2]
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